Elena vivía en el Ático C, el más pequeño de los del
edificio: salón, baño, dormitorio y
cocina en menos de 60 m con una terraza que le daba la vida y que era el
verdadero motivo de su residencia allí; bueno, eso y la renta de 450 Euros que posibilitaba realmente que
las cosas fueran así.
Elena era cajera de una mediana superficie destinada a la
venta de alimentación, trabajaba de lunes a viernes y uno de cada dos sábados, llevaba una vida muy
ajetreada y entre trabajo y cuidar de su madre, ya muy mayor, apenas sacaba
tiempo para sí, entraba por la puerta de su casa tarde, cenaba, tele y a dormir.
Pablo trabajaba en una gasolinera. De viernes por la tarde
a domingo por la noche se podría decir que vivía entre surtidores.
Cobraba una miseria, cuatro perras, pero lo suficiente como para poderse permitir el alojarse solo
en un pequeño apartamento, con su
música y sus viejos libros de segunda mano, con sus manías de eterno
adolescente y sus personales costumbres
de hombre ya maduro. ¡Para qué más! Pablo no tenía mucha vida social, trabajando siempre los fines de semana, entre
lunes y jueves se encerraba en casa y
disfrutaba de su soledad, de un tiempo vacío que cada vez le atraía más.
Pablo se levantó el Lunes por la mañana con esa falsa
sensación de descoloque que le producía descansar cuando otros trabajaban, quería darse una
ducha, desayunar y bajar al súper para
hacer la compra de la semana. No era una cuestión de método, Pablo no era un
tipo de extrañas obsesiones, solo le
parecía importante que la principal
tarea a realizar en su extraña semana quedara hecha cuanto antes.
Cuando fue al baño su
sorpresa fue mayúscula. En su techo crecía una gran mancha de humedad y en el
centro de la misma una nada desdeñable bolsa de agua de la que se precipitaba hacia el suelo, segundo sí, segundo no, una
gota, una gruesa gota que estallaba sobre el suelo de la bañera redoblando con
su sonido el efecto de naufragio emocional que producía en Pablo la visión del desperfecto. ¡Aquello era un
manantial! ¡Un auténtico desastre! El estado de
ánimo de Pablo por momentos rallaba la zozobra. Sin duda, un elemento
perturbador de ese calibre trastocaba su
tranquila vida de pecera, le iba a tener
muy pendiente y ocupado, le generaría una actividad no prevista, y él no necesitaba
de esas cosas, nunca necesitaba de otras cosas.
Elena llegó a las tantas y vio una nota adosada a su puerta.
Leyó: “Hola soy Pablo, tu vecino de abajo. Te rogaría que comprobaras si has
dejado uno de tus grifos del baño abiertos pues tengo una gotera en mi techo que
amenaza con convertir mi casa en una laguna. El Presidente de la Comunidad no
tenía tu teléfono y aquí nadie sabe como localizarte. Por favor llama a mi piso
cuando veas esto. Pablo 3º C.”
Elena ignoraba que tuviera un vecino abajo, lo presuponía,
claro está, pero es que ella no era de
las que precisamente anduviera pendiente
de sus vecinos. La vida le dejaba pocas horas de ocio en casa y esas las echaba en descansar y a lo
sumo aprovechar la terraza y cuidar de sus cuatro plantas en los domingos soleados.
Elena no es que no quisiera vivir, es que apenas tenía tiempo para ello.
Pablo se sorprendió al ver a Elena…no se la imaginaba…no
podía pensar que… ¡Elena era muy guapa! ¿Cómo una chica tan guapa puede
quedarse un grifo abierto antes de salir de su casa? –Pensó Pablo sin darse
cuenta de lo absurdo de su elucubración.
Pablo, como Elena, tampoco conocía demasiado a sus vecinos, a la mayoría de vista
y saludo de pasada y tan sólo con el presidente de la comunidad, un hombre de
unos 70 años, había intercambiado algunas pequeñas conversaciones sobre los
asuntos propios del edificio.
Elena concertó con Pablo la conveniencia de la visita de un perito de la compañía de seguros, le pidió disculpas
reiteradamente y le facilitó su
teléfono para poder concretar los
extremos del arreglo del desaguisado.
Pablo le entregó una nota con el suyo, le quitó hierro al tema y se tachó así mismo de impulsivo, le
preocupaba que Elena sacara rápidas conclusiones que no le favorecieran. Al fin
y al cabo era solo una gotera, un par de
semanas de secado y un buen pintor serían suficientes para dar por concluido el problema. Por momentos le
venía la idea de que hubiera sido mejor que el problema hubiera sido “más gordo”, mas importante, con una
resolución algo más lenta que le hubiera podio permitir conocer a Elena mejor,
acercarse a ella con la siempre pragmática
disculpa del asunto.
Elena le llamó dos días después, le informó sobre el
procedimiento que su compañía iba a
seguir en la resolución de la incidencia, le volvió a pedir disculpas. Pablo
querría aprovecharse de la situación en la que las circunstancias le dejaban
para ir un poco más allá…, pero no sabía, no se desenvolvía bien en esas
distancias y sentía que Elena iba a ser para él un imposible proyecto, una
nueva frustración que le devolvería con mas celo si cabe a su pecera, a su música,
a sus viejos libros, a su siempre
inseguridad de eterno
adolescente.
Pablo sabía que tenía que hacer algo pero luchaba entre su
indecisión y su falta de ideas.
Pablo no quería seguir huyendo de las chicas, sus viejas
heridas jamás secarían si no las exponía al sol.
El Lunes, como de costumbre, Pablo se levantó temprano, esta
vez no le acuciaba bajar al súper temprano para así cerrar sus deberes
semanales. Pablo desayunaba de pie, con
un papel en la mano en el que apuntaba cosas que se le iban ocurriendo. Al
final, después de batirse en paseos por la cocina durante un buen rato se
sentó, sacó un nuevo folio de su cuaderno de espiral y pasó a limpio lo que
había escrito:
“Hola soy Pablo, tu vecino de abajo. Desde que te dejaste tu
grifo abierto hará menos de una semana, mi cabeza está en ti. Por favor llama a
mi piso cuando veas esto. Tendré mi mesa
preparada para cenar y me gustaría
compartir ese momento contigo. Me encantaría saber cómo una chica tan guapa se puede quedar un
grifo abierto antes de salir de su casa. Si no te fuera fácil la explicación,
por favor, prueba a dejártelo de nuevo abierto cuantas veces te sea
necesario. Pablo 3º C.”